El relajo del Mulato

24.09.2010 19:17

 

 

El Relajo del Mulato.

La fiesta del Mulato de Luisa Josefina Hernández es una de la propuestas bicentenarias en el estado de Sonora. La obra dirigida por Marcos González fue uno de los proyectos aceptados para participar presentándola por todo el ancho de la entidad. El día trece de septiembre le tocó a Hermosillo, y por tal razón se presentó en le Callejón Velazco, donde están los palacios de gobierno, ahí donde también se da el grito, es decir, la plaza Zaragoza y su kiosco florentino…. eso dicen.

Pues bien ahí, ante un clima algo rijoso, por no decir gacho, que atacó un poco nuestras conciencias demacradas por el insoportable calor veraniego y que casi ya estamos en las últimas, pero se apresta aún a molestarnos y teniendo como marco los edificios burocráticos nos aposentamos a disfrutar de la propuesta teatral que le dará la vuelta, no al mundo en 80 días, diría Verne, sino a nuestro desértico estado también últimamente algo acariciado por tremendas lluvias, caso raro.

La primera impresión de la puesta en escena fue de agrado, un par de pantallas que se convertirían después y siempre en una ilustración chata, provocaron ciertos buenos vestigios. La obra esta ubicada en la colonia, en Guanajuato para ser exactos, y en ella se encuentra la manifestación de los oprimidos que descubren o tienen un veta de oro y que en un santiamén despilfarran a raudales, provocando, que como todo, en aquel entonces, era de los españoles, de los conquistadores, se fuera a un juicio, a pesar de ser el dueño de la mina uno de ellos, es decir el fiestero. La obra se entreteje en ciertos aspecto de enredos -por lo de la esposa del mulato que se convierte en Marquesa-, pero más enredoso resultó el montaje, que no logra nunca hasta por defecto encontrar su verdadero ritmo; siendo de esa manera un tanto caótica la presentación en el callejón Velazco de la ciudad de Hermosillo, un callejón sin salida.

El texto del Mulato es de connotaciones racistas, y de sublevación, y por supuesto de explotación, cosa que hasta la fecha sucede en las minas, es lineal y algo figurativa. No se hasta que punto la obra es narrativa. La dirección de González tiene aciertos, que de cierta manera nos pone en un espejo, que como diría Schnitzler: “dos espejos enfrentados, para el corto de vista significa confusión, para el de larga vista, infinitud”; y entonces él o los oprimidos rara vez se atreven a mirar de frente al poder, más bien están casi siempre cabizbajos, y eso es un punto, porque realmente si observan a través de sus ropas, de su botines, de sus palabras, y así descubren el pensamiento colonial, el pensamiento inquisitivo para vencerlo.

Lo que si deleznable es el trabajo actoral, que por supuesto tiene su participación el director al dejar de lado la unificación de los mismos. El efecto del montaje fue como una orgía, no la de Buenaventura, digámoslo así; la orgía es un encuentro sexual entre varios individuos que apetecen de convertir el amasiato en un “rito” de sensaciones que conllevan a la felicidad terminológica del orgasmo, y no por ser orgásmico es bueno, pero si satisfactorio, por lo menos para el que eyacula. El rito teatral en cambio, es un bagaje de circunstancias que imperan con fin purificador en la noble vereda del escenario que acoge sin miramiento y con ciertas dudas a los rituantes, que sin embargo les abre paso para que revelen sus capacidades hasta el máximo espiritual si es que son capaces de dejar de lado los temores que implica vivir en la acomplejada rutina del obeso mundo cargado de intolerancias que explotan en violentas manifestaciones sin reparar en los agujeros que miran para saldar cuentas después, en algún lugar y en algún tiempo.

La orgía aún con eyaculación, sea prematura o no, a la larga se convierta en un istmo cerrado, tal como la masturbación cuando es cotidiana se convierte en enfermedad, adicción o en rutina desencajada que termina por aburrir; el rito en cambio, es pasar del otro lado del humano oncológico y estúpido, que lo que toca lo convierte en cenizas que vuelan por los caminos insospechados de la incongruencia hasta desaparecer los únicos vestigios de civilidad espiritual, el rito es la potencialidad honesta y perspicaz del individuo que recorre el universo, observando y fortaleciendo cada átomo y pedazo de célula que encuentre en su recorrido, hostigando la superficialidad y dándole paso al ser que perdimos en algún rincón de los verdes montes y los grandes mares.

El teatro no es orgía, aunque parezca. El teatro es un rito que cada vez se va desvirtuando por los que no queremos entender que el placer del rituante sobre un escenario es una verdad que pocos alcanzan. Pero menos la alcanzan si no entienden que orgía y rito es distinto. Cuando me refiero a orgía y rito, es para diferenciar la participación actoral en tal proyecto; jóvenes actores con ciertas capacidades que deambularon y recitaron y se volvieron una comparsa ilusa de perdida de tiempo en una obra que no se le encontró, al menos yo, un ápice de cordura escénica, actores que de texto analítico y profundo saben poco, amén de no tenerlo masticado como se debe, para un profesional del arte escénico. Tal vez sea mejor decir que es un espectáculo, y hasta posmoderno, pero eso mismo hundió las aspiraciones de dicho montaje; actores bailarines y acróbatas y zanqueros e imágenes multimedia y música disparatada, sobre todo ese acercamiento al rap, que es una burla para el género; actores cantantes que de tono y afinación saben poco: alguien grito; El capitán Garfio, y era el alcalde; los hombres de negro y eran los secuaces estilo gánster del mismo alcalde.

Tal vez suene duro, pero cuando hay de por medio una buena cantidad de dinero vía erario, es decir de los contribuyentes, que por nuestros políticos celebrando el fetiche bicentenario, se prepara y se monta una obra como             “la Fiesta del Mulato”, de Luisa Josefina Hernández, entonces me ahogo en una pena que casi es general, por lo menos para los que tienen la capacidad de analizar y no necesariamente de criticar. Esto pudo verse al término de la misma, en un público hastiado por tal acción y no digo drama, porque sería caer en un infantilismo degollado; el respetable accedió a unos cuantos aplausos que lastimaron los oídos, que por tan pocos, se vio lastimoso. Otro acierto que encuentro que fueron pocos y esos pocos los actores los echaron a perder, es el carrito que traslado actores de un lado al otro (aún a costa de cierto malabarismo de una actriz), simpático recurso que nos da cierta ubicación del lugar minero por excelencia, las minas de Guanajuato, donde si hay oro, pero mucho más plata. Por último debo decir que las instituciones convocantes no son culpables de este marasmo teatral, ellos confiaron en un director que confió a su vez en un equipo de actores que evidenciaron su falta de compromiso, su falta de responsabilidad en una puesta en escena que pudo haber tenido mejores aspiraciones escénicas y no debió haber sido por lo tanto, el relajo del mulato (no me refiero al actor, sino a toda la puesta).

Fernando Muñoz.