El último vaquero

05.03.2011 15:34

 

Carlos Sánchez

Nunca imaginé que el timbre de un teléfono se convirtiera en poesía: suena al final de la obra.

La iluminación también hace lo suyo. Y la determinación del personaje que se aferra al escenario, para salvaguardar con dignidad la identidad: una ofrenda a manera de colofón.

Sergio Galindo se cae de maduro, y por qué no decirlo, en estos primeros 35 años de teatro, está más allá del bien y del mal. Y como peñascazo.

En su puesta en escena con la cual conmemora las tres décadas y media de escenarios: El último vaquero, el actor, director y dramaturgo, reitera la tragedia vivida en esos seres a los que la modernidad les arrancó de tajo un pedazo de corazón.

Cuenta la historia que tres pueblos de la sierra de Sonora: Suaqui, Tepupa y Batuc, sucumbieron bajo las aguas de la presa de El Novillo. Se rumora que todo fue un plan orquestado desde el gobierno, para desterrar a los pueblereños, y después utilizar esas tierras.

Los pueblos de marras desaparecieron, y los fantasmas nacieron.

Galindo en su trilogía, Agua pasa por mi casa, Más encima el cielo, y El último vaquero, utiliza como hilo conductor el arrebato de identidad de los habitantes de estos tres pueblos.

La resistencia se apersonó, y aún que salieron huyendo bajo el ataque despiadado de las aguas, los pueblerinos jamás olvidaron sus raíces: motivo desgarrador que obsesiona al dramaturgo.

Si ya en Agua pasa por mi casa, el ingenio del escritor, director, estaba de manifiesto, porque figúrese mi mojadísimo lector, que la conclusión de esa obra es la muerte de la luz en el escenario mientras uno de los personajes instala una silla de montar en una bicicleta, para ir a trabajar.

Figúrese por favor que en esta recién estrenada puesta en escena, de El último vaquero, el ingenio vuelve por sus fueros: la escenografía es sólo una silla, y no se ocupa más: el espectador se sumerge así al río de las emociones que transmite el actor.

Me centro: el personaje que es Ramón, está resuelto en la invención de su oficio como velador, y es en un teatro donde vive de noche, cuidando de lo que hay, escuchando un radio viejo, de bulbos, que sólo canta cuando quiere.

Preponderante son los recursos escenográficos, ¿cómo es que con tan poco se puede decir tanto? Y viajar con la narración y esos personajes que están en el guión: el abuelo, Pancho Veredas, la Angelita que es la esposa del protagonista, entre otros que aparecen retratados en voz del actor.

Una taza de café es el convite a la imaginación y el deseo, porque en cada sorbo se siente el calor que resbala por la garganta. Un cigarro en los labios de el actor avivan el deseo de fumar, porque es tan sutil cada una de las fumadas, que no existe Delicado más sabroso que el que fuma el velador.

Cierto que la convocatoria a la carcajada se mantiene durante los minutos de actuar, cierto también que la nostalgia, la impotencia, la crueldad, el dolor, están presentes durante el curso de la obra.

El cuerpo sufre la derrota ante el tiempo, las rodillas, los reflejos, el poder de la vista ya no es el mismo “qué esperanzas”, y en el fluir del monólogo el veinte cae y nos sabemos vulnerables ante los años.

Sergio Galindo no claudica, porque después de 35 años de teatro, sabe que la vocación no tiene vuelta de hoja.

Aferrado al escenario, Galindo vive como su personaje de El último vaquero, y éste dispuesto a sucumbir bajo las aguas, que para el caso si ya le arrebataron la identidad, también se dispone a que le arrebaten la vida.