Yo creo en la reducción.

12.09.2012 00:51

 

Entrevista a Raúl Valles
Por Enrique Servín

Enrique Servín— La pregunta obligada: ¿Cómo te iniciaste en el lenguaje del teatro?

Raúl Valles— Cuando estudiaba en el CEDART había clases de actuación y de dirección. Ese fue mi primer encuentro con el teatro. Luego estudié en el Instituto de Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua la licenciatura en Artes Escéni

cas opción Teatro. Cuando egresé me di cuenta de que lo que menos había aprendido a hacer durante mi periodo de estudiante era un teatro que me satisfaciera y nutriera plenamente, participé en muchas obras, fui dirigido por grandes y queridos maestros a los que siempre les estaré agradecido, pero nunca nada de lo que hice ahí me motivó lo suficiente como para desear seguir haciendo el mismo teatro que practiqué durante mis años de universitario. Aunque fue en la biblioteca del Instituto donde conocí a Grotowski, creo que yo tendría para ese entonces unos 20 años, lo leí, lo leí y lo volví a leer, por desgracia me di cuenta de que jamás podría ver en vivo ninguno de sus trabajos escénicos; había muerto dos años antes de que yo le leyera por primera vez. Su discurso feroz y preciso me atrapó, me golpeó hasta la médula de los huesos y del alma, sentía que por fin había conocido a alguien que en verdad amó al teatro. En ese tiempo yo comenzaba a dirigir y tanto su estética, como su lealtad y rigor me inspiraron a querer hacer siempre las cosas lo mejor que podía, a exigirme hasta el límite y un poco más allá y a conducir a cada actor a su propio límite, pero no a través de la exigencia e imposición, sino a través del ejemplo. Hasta ese entonces yo concebía al director como el impositor, como el que dicta sus ideas a larga distancia desde un rincón oscuro lleno de humo de cigarro, Grotowski era diferente, trabajaba en silencio, nunca imponía nada, así lo entendí yo, permitía que el actor, a través de un complejo y preciso sistema de entrenamiento actoral diseñado por el propio Teatr Laboratorium, explorara las posibilidades creativas de su arte. En ese tiempo quise ser Grotowski, pero sobre todo por la férrea disciplina con la que él y su grupo hacían teatro. En ninguna de mis clases existía ese rigor y esa disciplina. En las páginas de Hacía un teatro pobre, sentí por primera vez que el teatro se trataba de una profesión y de un ámbito muy serio en el que se podía crecer como persona. Hasta entonces yo estaba acostumbrado a esa laxitud que de manera tan nefasta permea toda nuestra educación. Los maestros llegaban tarde, los alumnos también llegaban tarde o de plano no asistían, no existía ningún rigor. Cuando yo sentí el rigor de la absoluta puntualidad y me permití correr a una estudiante de actuación porque mintió para faltar a un ensayo en mi primer montaje como alumno, cuando comencé a descubrir la infinita necesidad de los ejercicios corporales y vocales, del entrenamiento, del compromiso total con el proceso creativo, me comencé a quedar un poco sólo, muchos compañeros estudiantes querían trabajar en mis proyectos y otros me aborrecían y temían por el rigor con que asumía mi trabajo de director. Para mí nunca se trató sólo de obtener una buena calificación. Comencé a hacer teatro porque conocí a Grotowski, y después a Barba y a Brook, a Meyerhold a Kantor y todos coincidían en la disciplina, el compromiso y la sinceridad como los aspectos fundamentales del acto creativo dentro del teatro. Me di cuenta de que el teatro era algo muy serio, y sentí que detrás de él, o en él, había grandes posibilidades de desarrollo humano.

E. S.— ¿Cuál es tu definición del teatro?

R. V.— A un nivel metafórico te diría que es una comunión, es la comunión que se da entre el actor y el espectador en el ámbito de la escena. El principal medio de transmisión de esa comunión, desde mi punto de vista, es el cuerpo del actor. Lo demás es completamente secundario. Yo sé que, desde la percepción general del espectador el texto dramático (que es un texto en el sentido literario de la palabra) es muy importante, pero aunque tanto autor como director utilicemos un texto previamente escrito, esto no reduce en modo alguno la obligación que ambos tienen de crear. El director y el actor no son meros intérpretes del texto escrito, son creadores en el sentido más estricto de la palabra. Y el espacio de creatividad que tiene el actor es su propio cuerpo y todas las posibilidades expresivas de éste. Si el actor conoce su cuerpo y sabe manejarlo, puede lograr todo aquello que necesite lograr desde el punto de vista escénico.

E. S.— Es posible entonces un teatro no-literario, un teatro que prescinda del texto, un teatro del silencio…

R. V.— Claro que sí. Peter Brook lo llamaría el “teatro necesario”, es decir: el teatro que se hace con lo que resulte necesario. Si se necesita el texto, haremos uso de él, pero si no, simplemente se prescinde de la palabra escrita. Abordo el trabajo escénico a partir de una investigación de los principios orgánicos del cuerpo del actor. Esto me permite descubrir los impulsos que logran que las acciones físicas del actor sean percibidas como un evento verídico. Si el actor encuentra el impulso podrá darse cuenta de dónde surgen sus motivaciones personales para que su propia energía interna se transforme en acción, en grito, o en palabra, ya sea que esta esté previamente memorizada o bien, que sea producto de la improvisación. Pero volviendo al teatro del silencio, como tú le llamas, recordemos que algunas de las formas más antiguas del teatro están más cerca de la danza o del ritual y prescinden con frecuencia de la palabra previamente escrita. Un bailarín kathakali te puede dar a entender toda una historia a través de sus manos, de sus ojos, de movimientos increíblemente sutiles del cuerpo. Se trata de códigos muy específicos que significan acciones igualmente específicas, pero en los que la palabra, como la entiende el teatro clásico occidental, está ausente. Hay muchas formas dancísticas con un fuerte contenido teatral, que tampoco requieren del texto lingüístico, como la danza Butoh, en fin. Surge, por supuesto, el debate en torno al género, porque mucha gente te dirá que tal o cual forma de expresión no es en realidad teatro, pero en última instancia ese nivel del debate a mí no me interesa, porque veo todo como parte de un conjunto mayor, que sería el de las artes escénicas. Yo no le temo a la palabra escrita, si la necesito la uso, pero siempre y cuando sea sometida a un proceso de exploración exactamente análogo al que el actor se somete durante el proceso de la puesta en escena. Y esa exploración se da a partir del cuerpo del actor. Cómo tendría que estar un hombre para decidir sacarse los ojos, en el caso de Edipo; a qué frecuencia tendría que estar vibrando la energía de un cuerpo para retar a una pelea a muerte a tu propio hermano, como en el caso de Etéocles y Polinice. En el teatro que practico la acción es más importante que la palabra: la palabra nace de la acción. Es primero el cuerpo y después la palabra.

E. S.— ¿Qué papel juega la voz y sus posibilidades en este esquema?

R. V.— La voz es una extensión del cuerpo, y una de las más importantes, por lo tanto es primordial que el actor cree acciones con su voz. La única diferencia con las acciones físicas es que, en el caso de las emisiones de voz, su presencia es sonora, pero se trata, en primer lugar, de presencia, es decir, de actuación, de corporeidad, de presente. Más que buscar lograr efectos con la voz lo que me interesa es su origen mismo. Por supuesto, todos sabemos que históricamente el teatro ha sido una forma artística muy compleja, en la que se fusionan o se entreveran lenguajes muy diferentes: el texto literario, la dirección, la actuación, el vestuario, la escenografía, incluso la música. Y, por supuesto, la voz y el canto. Nada de esto me interesa sino por la relación que pueden tener esos lenguajes con la corporeidad, con lo más esencial o íntimo del teatro. Con la voz ocurre lo mismo, me interesa enormemente pero en tanto que expresión o extensión de la corporeidad. Procuro que los actores con los que he entrenado, ejerciten mucho la voz. Se hacen ejercicios extenuantes y silenciosos que sólo parecen muecas extrañas, pero es a través de esos peculiares movimientos faciales que los diferentes músculos, nervios y canales por donde viaja la voz pueden desbloquearse y vincularse de manera plenamente orgánica con el impulso que la origina en cada determinada acción. La palabra clave sería “inducción”. Hay que concentrarse en la mueca en tanto que expresión estrictamente corpórea, y que es la que debe inducir los sonidos que emitimos. La mueca no es sólo un gesto hueco, es una forma adquirida por el rostro luego de halar, relajar, tensar, como ya lo dije, los músculos y canales que participan en la emisión de la voz. Pretendo que la voz surja de lo más íntimo, del impulso y de la necesidad de comunicar.

E. S.— Has mencionado varias veces la palabra “impulso”. Háblame más de eso…

R. V.— El impulso es una especie de génesis, es lo que está detrás, o antes del acto. El problema es que el impulso no es controlable, está más cerca del instinto que del libre albedrío, y de allí deriva su enorme poder. Lo que he querido hacer es aprovechar la energía que deriva del impulso. La cuestión es cómo lograrlo. No es fácil. Es necesaria una exploración del impulso. A través de los mecanismos de investigación y de trabajo me he percatado de que el impulso puede ser generado a través de un proceso. Ese proceso consiste, en primer lugar, en el autoconocimiento de la energía interna del actor. En segundo lugar es necesario aprender a almacenar esa energía y poderla convertir en ese impulso teatral que se busca. Esa energía se almacena en el área del perineo. Yo sé que todo esto puede sonar muy taoísta o confusional, y en efecto, he leído mucho sobre Chi Kung y Tai Chi Chuan, pero debo confesar que a lo largo de éste trabajo teatral lo único que he hecho es confirmar la cercanía y vinculación de mi oficio con el conocimiento de estas antiguas artes orientales, pues a fin de cuentas estas artes milenarias han basado sus estudios en la vida que hay dentro del cuerpo, lo cual es el motor principal de mis investigaciones y por ende de mis modos de crear teatro. Pero a diferencia de estas, que buscan la longevidad, o la salud, o la defensa personal, lo que he buscado es el estado de presencia extra-cotidiana que hace posible la ejecución teatral en su expresión más poderosa y real.

E. S.— ¿Qué pasa con esa energía una vez que ha sido acumulada?

R. V. —Lo que sigue es ponerla a vibrar, para que pueda adueñarse de nuestro cuerpo, recorrerlo internamente. Esa vibración se transforma en electricidad. En ese momento se habrá creado el impulso. Es algo muy extraño, pero así es como he comprendido el proceso, porque una vez que el impulso está allí, hay que combinarlo con la fuerza física. Se podría pensar que son lo mismo, o que la fuerza física deriva del impulso, pero no es así. La fuerza física es algo muy externo, superficial. Cuando un actor trabaja tan sólo con la fuerza física lo único que crea son formas, yo lo que quiero lograr es la acción física y ésta consiste en la concatenación entre el impulso y la fuerza mecánica, debe existir una correspondencia entre lo que pasa afuera la forma y lo que pasa adentro el impulso, todo esto con la finalidad última de lograr la comunión con el espectador. Esto es el teatro.

E.S. —Como tú mismo lo mencionaste, el teatro ha sido siempre un lenguaje complejo. ¿Cuáles son los riesgos de una propuesta centrada en el lenguaje y la energía corporales? ¿No sientes que podrías caer en un reduccionismo?

R.V. —Eso lo tendrían que decidir en primer lugar el espectador, y en segundo lugar los críticos. A mí me interesa investigar los elementos esenciales que pueden lograr que las acciones del actor puedan ser percibidas como un evento real, verídico. No realista, por supuesto, hay una gran diferencia entre lo real y lo realista. Lo realista tiene que ver con aquella forma de arte que te quiere vender como real lo que de antemano sabemos que es un espectáculo ensayado. Lo real, en cambio, desde el punto de vista teatral, es una acción no fingida, que no busca imitar, sino que se presenta como lo que es: como una verdad teatral, ni más ni menos. Pero pensándola bien, tal vez tengas razón, tal vez sí me encuentre en una línea “reduccionista”. En cualquier caso yo le daría un sentido positivo a esta calificación, porque lo que busco es “reducir” la actividad teatral a sus elementos esenciales, íntimos. Hoy en día nos enfrentamos a un teatro que, al contrario, tiende al efectismo, a la grandilocuencia, a la fastuosidad que busca cubrir las carencias actorales. Para mí todo esto es absurdo. Me recuerda mucho la actitud de los novatos, que casi típicamente le tienen horror al vacío. Se dice que Miguel Ángel entendía el proceso de labrado de la piedra como un ir-quitando-lo-que-sobraba. El artista no inventa, descubre. Yo creo mucho en esto. Hoy en día muchos artistas siguen obsesionados con “inventar”, y esto conduce con demasiada frecuencia a la simple acreción, al empalme, a la acumulación. Yo creo que el arte va en otro sentido. El actor, es el núcleo del fenómeno teatral, y a mí me interesa trabajar con el núcleo; si a eso nos referimos con “reducción”, pues entonces yo creo en la reducción.

E.S. —¿Y la emoción? Como insertas el fenómeno de la emoción, elemento central en el arte de casi todas las tradiciones civilizatorias del mundo, en tu esquema teórico?

R.V. — No creo en la emoción como motor del trabajo actoral, la emoción no se puede controlar, en todo caso es ésta la que terminaría por controlar el cuerpo del actor; la emoción es una reacción, por consiguiente no nos es útil. Baso mi trabajo en la acción, ya que ésta sí puede ser controlada y realizada a voluntad. La emoción en el trabajo del creador artístico está muy sobrevaluada y muy mal entendida. Sin embargo creo, por supuesto en la emoción del espectador. De hecho, el espectador es lo que busca en el teatro, y quizá en toda otra forma del arte. Emoción significa moverse fuera de lo cotidiano (“e”, “fuera de”; “movere”, “mover, sacar”), es decir: esa energía, o ese estado que nos saca de la cotidianeidad, que nos interna en otra especie de dimensión interior. Claro que en este sentido la emoción es muy importante, pero el actor no basa su trabajo en la emoción, simplemente porque no puede acceder a ella cada vez que se quiere; sin embargo sí puede crear la calidad de energía que determinada emoción suscitaría en su propio cuerpo, logrando así que el espectador pueda tener empatía o distanciamiento con lo que él mismo percibirá o etiquetará según su rango de emociones: aunque esto último no me convence del todo.

E.S. —Te voy a hacer una pregunta incómoda: El cine y la televisión se fueron adueñando de espacios sociales y hasta físicos que habían pertenecido históricamente al teatro, me refiero al teatro en sus diferentes formatos y géneros, por supuesto. En las últimas décadas tanto el cine como la televisión han mostrado signos de una importante renovación gracias a las nuevas tecnologías para crear tanto efectos de sonido como efectos especiales de tipo visual, así como para lograr una tercera dimensión mucho más convincente y más atractiva. Es de esperarse que estos avances no hagan sino continuar. ¿Cuál es el futuro del teatro? ¿Será capaz de mantener los espacios que le quedan? ¿Corre peligro?

R.V. —Depende, precisamente, de cómo entendamos el teatro. La fuerza del teatro radica en su contacto vivo entre actor y espectador. El teatro es un arte del presente, del instante en el que ocurren las cosas, porque ese vínculo presencial en el que se basa existe como un binomio de simultaneidad. En ese espacio en el que se da el acto están congregados tanto el que observa como el que es observado y, en el caso del buen teatro, si es que puede existir el buen teatro y el mal teatro, ese vínculo alcanza el grado de una verdadera comunión. En el cine y la televisión, en cambio, esto no ocurre. Lo que el espectador ve es algo que ya ocurrió, que puede ser repetido serialmente, mecánicamente, y que por lo tanto no tiene ni la frescura, ni la inmediatez, ni el misterio, ni el impacto del acto vivo. El teatro no tiene por qué sentirse obligado a “competir” con estos medios, ya que se trata de organismos completamente independientes entre sí. Actualmente ocurre, y desde mi punto de vista es un problema, que bastantes realizadores escénicos han querido que sus producciones “compitan” con el cine y la televisión, y entonces incurren, insisto, en terrenos que no son los del teatro. Me refiero al universo de los efectos especiales y, en general, a todo tipo de parafernalias: Iluminaciones carnavalescas, humos, láseres, hologramas, sonorización estruendosa. Últimamente se ven muchas puestas en escena que abusan de la tecnología, herramienta con la cual pretenden, de algún modo, ganarle terreno al cine, o a la televisión, o a la computadora. Esto resulta ridículo y por completo errado. En tiempos en los que la tecnología apunta y conduce a una desvaloración de los elementos principio, tanto en el arte como en la vida cotidiana, el teatro debe sumergirse en sus orígenes, en sus fortalezas, en aquellos elementos que lo vuelven, precisamente, teatro. Debe concentrarse, volverse esencial. El teatro no se mueve de manera horizontal en el tiempo, sino de modo vertical, no viaja hacia lo próximo o hacia lo siguiente, ni tampoco hacia atrás para desenterrar lo que los siglos ya sepultaron. Viaja más bien hacia lo profundo, hacia lo más interior. Indudablemente la tecnología es parte de la vida; también surge de nosotros y es algo muy importante. Pero en sí misma no tiene ninguna vida propia, carece de organicidad, es algo frío, sin alma. El teatro, al contrario, ofrece directamente energía vital, energía presencial: vida. El problema, pienso, de todas esas propuestas novedosas que insisten en cubrir con pirotecnia y artefactos y multimedia el rol, o simplemente, las carencias del actor, es que en realidad no están haciendo teatro, aunque se insista en llamarlo así. Son, por supuesto, artes escénicas, y quizá puedan llegar a producir logros perdurables. Pero no es lo que en sus orígenes fue llamado teatro. Hay que ser precisos con el lenguaje; hay que dar un valor específico y preciso a las palabras. No es que haya surgido un “nuevo teatro”, sino que nuevas experiencias escénicas han seguido siendo cubiertas bajo el nombre de “teatro”, cuando en realidad son otra cosa, y esto propicia un desbordamiento conceptual, una confusión. Si se les quiere dar un nombre, tal vez lo más correcto sería llamarlas anti-teatro, ya que traicionan esa corporeidad y esa energía vital que han sido el patrimonio esencial del teatro en todas las culturas en las que ha florecido como un verdadero acto de arte. Presenciamos puestas en escena en las que a veces ni siquiera hay actores: hay maromas, recitaciones, proyecciones, bandas sonoras, actos de desnudismo, manifestaciones espasmódicas, gritos. No le temo a la novedad, al contrario, la respeto y en muchos casos me nutro de ella. Pero no le llamemos teatro a lo que no lo es, porque allí comienza la confusión. Quiero ser muy preciso con el uso de la palabra teatro porque creo que surgió de lo más íntimo de las civilizaciones, surgió del rito, de un sentido de lo sagrado, y me molesta que se le confunda con la pirotecnia populista y mercadológica. Yo pienso que el teatro no podrá jamás ser desplazado porque ofrece algo que únicamente él puede ofrecer: ofrece presencia, directa e íntima; ofrece contacto directo con la corporeidad, energía vital trabajada, esculpida, ofrece vida. Y justamente, el teatro que me interesa es el que se concentra en estas vetas de contacto.